Por Manuela Marín
De ediciones Aurora
Nací en Fusagasugá, en la provincia de Sumapaz del departamento de Cundinamarca, marcada por la historia de lucha de sus gentes. Mi familia materna es parte de esa historia, mi bisabuelo fue protagonista de las tomas de tierras de los campesinos que enfrentaron el régimen de haciendas que imperaba en la región y explotaba sin ninguna regla la tierra y a quienes la trabajaban. Por eso lo asesinaron.
Mi abuelo, que tenía solo 15 años y fue testigo del asesinato de su padre, tuvo que asumir el cuidado de su familia, siendo el hijo mayor de 6 hermanos, pero lejos de abandonar la causa emprendida por el movimiento agrario, fue continuador y líder de todas las reivindicaciones por las que se organizó y consolidó el movimiento, hasta su partida a pocos meses de cumplir 100 años. Hoy, la tierra heredada a mi madre y sus hermanos, es testigo y legado de victorias y retos acumulados por las generaciones anteriores que sembraron la historia de la región.
Empiezo este relato de esta manera, porque cuando me dispuse a pensar la respuesta al sencillo pero profundo interrogante que nos llevó a escribir este libro: ¿cómo llegué al feminismo?, la primera reflexión que tuve fue que lo que soy es producto de la sucesión de hechos y personas que han marcado mi existencia, buenas y malas, así que necesariamente debía empezar contando de donde vengo.
Lo anterior me llevó a la segunda reflexión: no hay un momento específico en que una llegue al feminismo, o el feminismo te toque y cambie tu vida, se trata de un proceso que depende en parte del entorno, pero también de los desarrollos internos de cada una.
Empezar entonces narrando brevemente la historia de mi familia materna, tiene que ver con que ha sido mi abuelo, una de las personas más influyentes en mi vida personal, política y también como mujer. Lejos de ser un hombre con conciencia de las luchas feministas, su conciencia de clase lo llevó a ser constante y coherente, a formar permanentemente a su entorno y a ser un referente para toda su comunidad. Comunista desde los 13 años, cuando se conformó el Partido Comunista Colombiano en 1930.
Haber crecido cerca de él, con sus relatos que para mí eran heroicos y con el ejemplo de su actividad diaria, me llevó a la militancia desde muy joven, influyó también en forjarme un carácter fuerte, independiente y atrevido. Recuerdo que él nos enseñó a disparar a mí, a mi hermana y a mis primas, tenía siempre una escopeta en su casa, según él que “para espantar bichos” e insistía en que las mujeres debíamos aprender de todo, a echar discursos, pero también a defendernos.
Mi adolescencia se fue entre el activismo y la militancia en la Juventud Comunista Colombiana, allí tuve mis procesos de formación política y la experiencia en el movimiento estudiantil de secundaria, en auge por aquel entonces. Apoyamos las movilizaciones campesinas, aprendimos de las organizaciones sindicales, viajamos, conocimos otras regiones e hicimos grandes amistades, algunas de las que aún se mantienen. Todo eso mientras estudiaba en el colegio público femenino del municipio, hecho importante porque empezamos a crear células y colectivos de mujeres organizadas a partir de reivindicaciones puntuales y pequeñas, tuvimos también, un par de profesoras activistas e interesantes que aportaron en nuestra formación. Entonces, no levantabamos banderas feministas, sin embargo, fue determinante en nuestra proyección como lideresas y también en la satisfacción que genera el trabajo con las mujeres.
Al terminar la secundaria, me trasladé a Bogotá, con planes de empezar la universidad y trabajar también, porque las condiciones económicas de mi familia siempre fueron limitadas. Por supuesto que el traslado incluía la militancia, entrar a los procesos distritales y desarrollar otro tipo de formación. Empezaban los años 2000 y algunas y algunos de mis compañeros habían tomado la decisión de asumir la lucha armada en el marco de la mesa de diálogos entre las FARC-EP y el Gobierno nacional, que transcurrían en El Cagúan.
La capital significó un cambio en todos los sentidos, el trabajo con el movimiento social se percibía en todas sus dimensiones, por un lado y por efecto del centralismo que caracteriza nuestro país, las organizaciones nacionales se conducen desde Bogotá, así que las grandes discusiones se daban allí, y por otro, el trabajo de base en la ciudad tiene complejidades y particularidades que lo hace muy distinto al trabajo en las regiones.
El movimiento de mujeres venía siendo protagonista en uno de los asuntos más neurálgicos para el país, el de la guerra y la paz. La necesidad de realizar acciones tanto de movilización como de incidencia que tuviesen contundencia, había generado redes y coordinaciones entre las muchas organizaciones de base de las mujeres, que por décadas defendieron la solución dialogada al conflicto político, social y armado. En el marco de este proceso, en las organizaciones de izquierda se debatía el “fenómeno del feminismo”. Confieso que al comienzo pensaba que esta era una tendencia extrema, exagerada, que asustaba tanto a hombres como a mujeres por tener posturas radicales y además, que en la misma lucha de clases, estaba resuelto el tema de las mujeres, pues su objetivo es alcanzar justicia social para toda la sociedad.
En las escuelas de formación no se abordaba el tema a partir de fuentes filosóficas escritas por mujeres, en parte porque eran pocas las escritoras destacadas y en parte, porque se asumía a las mujeres como un sector social, es decir que se reducía a banderas puntuales y separadas de la lucha principal y determinante que es la de clase.
Yo misma cometí varias veces el error de explicar de esta manera la lucha de las mujeres, sin embargo, sentía interés creciente por hacer parte de los procesos de mujeres de izquierda, por eso, una de las charlas de la escuela nacional de cuadros en la que participé que recordaré siempre, fue la que recibimos por parte de una congresista y dirigente sindical que hoy es ministra*, en la que explicaba que la lucha de las y los revolucionarios es por eliminar todas las desigualdades y discriminaciones y que si son las mujeres las mayores víctimas de estas, pues es evidente que deben ser una prioridad, además, que de ninguna manera se trata de una disputa de las mujeres contra los hombres, ya que “cuando una mujer avanza, ningún hombre retrocede”.
En los corrillos y cafeterías, las conversaciones sobre el tema terminaban en chistes misóginos, yo me reía de ellos y los consideraba inofensivos, a pesar de que denigraban no solo de las feministas, sino de todas las mujeres y muchas veces respondí con chistes contra los hombres, como si se tratara de una batalla de mal humor. Hasta en los círculos de personas con formación política las feministas han sido satanizadas y violentadas.
En los Diálogos del Caguán**, se habilitaron espacios de participación denominados audiencias públicas, en ellas la población civil y sus organizaciones, pudieron participar, llevar propuestas y posturas frente a la construcción de paz, en todas ellas hubo amplia participación de mujeres, pero a partir de su exigencia de plantear iniciativas y reclamos específicos, se realizó una audiencia de mujeres el 25 de junio del 2000. Viajé al Caguán junto con otras 400 mujeres a participar de este espacio y, para mi sorpresa, me encontré con algunas y algunos de los compañeros que habían ingresado a la insurgencia y pude compartir de primera mano su experiencia.
A partir de este encuentro, sostuve comunicación con la estructura urbana y meses después conocí por primera vez un campamento guerrillero. No estaba dentro de mis planes ingresar, quería apoyar la lucha en medio de mis posibilidades, me sentía incapaz de quedarme, entre otras, cosas porque considero que soy una mujer fuerte, pero no físicamente y la exigencia en el monte era muy grande, así que sería poco útil allí. Entrar a un campamento por primera vez fue un choque fuerte, lejos del romanticismo de la lucha, la crudeza de la guerra se percibía a primera vista. Las restricciones, disciplina, medidas de seguridad, la rigurosidad necesaria para sobrevivir en medio de condiciones adversas. Me costaba mucho desde hablar bajo, hasta la oscuridad, mucho más bañarme en ropa interior en público.
La vida cotidiana era práctica, todas las actividades planificadas y ágiles, así entendí que las guerrilleras se bañaban en ropa interior con tranquilidad, ya que no eran observadas de forma obscenas, además el baño era un momento de riesgo que exigía rapidez y concentración. Otra actividad importante era la rancha o cocina, se hacía por turnos de 24 horas en orden a partir de un listado en las que se distribuían las tareas diarias en las que hombres y mujeres participaban por igual, no existía por tanto división sexual del trabajo, se hablaba de la integralidad en la que todas y todos debían aprender de todo y en primera medida leer y escribir.
Estuve varias veces en campamentos, muy cerca a Bogotá, en cursos de formación política, siendo una estructura urbana, me encontré con que más de la mitad estaba conformada por personas de la ciudad, que tuvieron también dificultades para enfrentar los retos físicos, ubicarse en la montaña y muchos otros, pero que, igual que yo, tuvieron un privilegio, pasamos por una escuela, un colegio y algunos por universidades, mientras que otras y otros compañeros nunca tuvieron esa posibilidad o se les hacía esquiva, por las distancias, costos o simplemente porque tuvieron que trabajar desde muy niños para aportar económicamente en sus casas.
Así que una de las primeras tareas que cumplí en un campamento fue enseñar a dos compañeros a leer y escribir, tarea que realicé muchas veces y siempre fue de lo más satisfactoria, con el tiempo me di cuenta de que existía una tendencia respecto a las mujeres y hombres a quienes les enseñaba, en general las mujeres mostraban mayor interés y disposición, mientras que los hombres no siempre consideraban que les fuera útil el aprendizaje, pues ya eran fuertes y capaces para desarrollar las actividades diarias.
Mi interés de apoyar tareas políticas y organizativas mientras estudiaba se mantuvo por algo más de un año, lo que no sucedía con las condiciones de seguridad. Persecuciones, encarcelamientos, señalamientos contra personas de izquierda, eran recurrentes y se encrudecieron cuando se rompió la Mesa de conversaciones del Caguán en el 2002. Es importante recordar que ese año, fueron las mujeres quienes se movilizaron masivamente: cerca de 4000 provenientes de todo el país marcharon por el sur del país con la consigna: NO PARIMOS HIJOS E HIJAS PARA LA GUERRA.
Un año después decidí regresar a un campamento, ya no tan cerca de la ciudad y estando allí, tomé la decisión más difícil y definitiva de mi vida: ingresé a la insurgencia.
Lo más difícil de esa decisión, no fue enfrentar los obstáculos físicos, ni las restricciones y dureza del monte, sino el tener que dejar y no tener contacto con mi familia y en especial con mi madre, una mujer tan amorosa y comprensiva, que me ha apoyado siempre a pesar de la incertidumbre y el dolor de mis ausencias y las consecuencias de estas. Ella confía en mí y en mis decisiones, a pesar de que nos cuesten mucho, entre otras cosas porque también ha tomado decisiones que trasgreden lo que la sociedad espera de una mujer, madre, trabajadora, decisiones que le costaron, pero que hoy le significan tranquilidad y orgullo.
La unidad a la que ingresé era particular, su trabajo estaba enfocado en las ciudades y su composición era mayoritariamente de personas provenientes de estas, por lo que compartíamos experiencias y retos similares. En algún momento llegamos a ser mayoría de mujeres en un campamento y esto exigió que asumiéramos mayores responsabilidades como liderar las tareas diarias, traer los alimentos, recorrer y explorar el entorno, mantener la comunicación con la población civil cercana, lo que algunas lograron con mucho éxito y rápidamente, otras dudamos, nos perdimos al salir del campamento e intentar regresar. Carecíamos de muchas destrezas, pero cumplimos y aprendimos.
También fuimos víctimas del bullying guerrillero, lo novedoso en una organización predominantemente rural, es ver a personas nacidas en pueblos y ciudades, haciendo labores del campo, por eso las burlas y presión social fueron fuertes. Aprender a empacar el equipo (la maleta donde cargábamos la vida al hombro), a caminar sin llegar con barro hasta el pecho, a utilizar las herramientas (palas, machetes, hachas), a ubicarse en la montaña, eran desafíos diarios que se sumaban a los riesgos propios de la guerra y que superábamos gracias a la mano fuerte de las y los compañeros que con responsabilidad compartían sus saberes.
Por nuestra parte, aportamos con generosidad y enseñando lo que podíamos; en mi caso dicté diferentes cursos a mis compañeros y compañeras, pero el énfasis de mi trabajo siempre fue el de organización, es decir el relacionamiento con comunidades y organizaciones sociales, tanto de la ciudad como de la región Oriente del país, lo que me permitió no perder el contacto con el movimiento social y su evolución.
Volviendo al tema al que nos convoca este texto, hay que decir que estatutariamente en las FARC-EP, hombres y mujeres teníamos los mismos derechos y que la práctica de las guerrilleras presentes en la organización desde su nacimiento en los años 60, eliminó la asignación de roles y los esterotipos creados a partir de las diferencias biológicas entre unos y otras. No existía división sexual del trabajo.
Sin embargo, esto es insuficiente cuando se enfrenta un aparato de dominación tan arraigado culturalmente como el patriarcado; es insuficiente, por ejemplo, porque las mujeres nos demoramos más en asumir como comandantes lo que hizo que en proporción fueran muchas menos mujeres en lugares de poder y decisión que hombres. Existían también, como en todos los grupos y organizaciones humanas, formas distintas, así fuesen sutiles o simbólicas, de medir el desempeño de una mujer y un hombre en una tarea, siendo siempre más difícil para nosotras demostrar capacidad y conocimientos, teníamos que esforzarnos el doble y más. Aunque no era una política, algunos comandantes emitían “reglas” a sus bases claramente extralimitadas, como la de que las mujeres debían pedir permiso para cortarse el cabello y los hombres debían cortárselo solo de determinada manera.
Aquí debo resaltar, que este es un texto basado en mi experiencia personal, propia y que su única pretensión es narrar mis vivencias; por ello y ante la sensibilidad que implica tocar temas como las violencias al interior de las organizaciones, debo decir que yo nunca sufrí ni evidencié violencia física ni sexual en la insurgencia como lo afirman diferentes informaciones sobre comportamientos indebidos hacia las mujeres que están siendo tramitados en las instancias conformadas para esos fines.
Lo que sí enfrenté, en diferentes momentos, fueron posturas y prácticas machistas y lo hice en los mecanismos dispuestos para ello. Claro que tuvimos que dar nuestras luchas internas y lo seguimos haciendo.
Uno de los aspectos más complejos de manejar en el monte, eran las relaciones sentimentales: los movimientos constantes, las diferentes tareas que cumplir, la imposibilidad de comunicarse por razones de seguridad, dificultaron siempre la sostenibilidad de las dichas relaciones, también las malas decisiones que en algún momento tomamos, de las cuales no estuve exenta y pagué las consecuencias. Así que quienes tenían responsabilidades de comandancia, que como ya mencioné en su mayoría eran hombres, tenían la posibilidad de pedir ante un traslado de estructura o región, que se le permitiera a su compañera ir con él y normalmente la petición era aceptada.
No sé si haya (seguramente sí) otra historia de alguien que haya ido a solicitar todo lo contrario, pero yo sí lo hice. Un día fui donde el comandante y le pedí que nunca, jamás, me enviara a una tarea si no era porque consideraba que yo iba a aportar, por ninguna otra razón, independientemente de con quien estuviera.
Mi trabajo permanente con organizaciones y liderazgos, me llevó a conocer y comprender las reivindicaciones de diferentes sectores. De esa retroalimentación fui comprendiendo que los asuntos de las mujeres están presentes en todas las temáticas, por algo muy sencillo: las mujeres estamos en todos los sectores y grupos poblacionales, somos más de la mitad de la humanidad y nuestro rol nunca ha sido pasivo en ningún momento histórico. En el movimiento estudiantil, campesino, urbano, juvenil, sindical, en todos, las mujeres están presentes y tienen banderas colectivas y propias que agitar.
De las muchas personas con las que compartí por más de una década, debo resaltar a una de las compañeras más queridas para mí, no solo por su enorme generosidad y apoyo para el trabajo y en lo personal, sino porque a través de ella y su pequeña hija (por ese entonces, hoy ya es una mujer profesional) conocí textos que me llevaban o hacían llegar, diferentes autoras y perspectivas del feminismo, así como las discusiones que se seguían suscitando al interior de las organizaciones al respecto. Recuerdo que me enviaban novelas que aprovechaba para leer en las horas culturales, como le llamábamos al espacio colectivo diario que teníamos para estudiar. Gioconda Belli nos acompañó en una marcha (caminata) que tuve con un grupo pequeño de 15 días, todas las tardes al detenernos a pernoctar, disfrutábamos de algunas páginas hasta que la luz del sol lo permitía, empezamos a leerla en el Meta y terminamos en Guaviare.
El concepto y la perspectiva de género había llegado al movimiento social, muchas organizaciones sociales habían conformado comités de mujeres en su interior y las organizaciones propias de mujeres se mostraban en un momento de fortaleza. La paz seguía siendo un punto de encuentro entre la mayoría de ellas, así como la eliminación de toda forma de violencia contra las mujeres, la participación política, entre otras grandes apuestas. Sin embargo, el concepto de género motivaba diferentes discusiones, sobre su alcance, validez y su relación con el feminismo.
Siendo una de mis tareas, la de transmitir la información de lo que sucedía en el movimiento social, recuerdo que la primera vez que hablé sobre estas discusiones y la necesidad de que nosotros estudiáramos el tema, profundizáramos y tomáramos una postura, la primera respuesta que recibí fue que ese era un tema de moda, por lo tanto, pasajero y que no se podía desviar la atención de los temas principales y transformadores que se venían consolidando.
En ese momento yo no pretendía reconocerme feminista, sabía que tenía profundos vacíos teóricos y sobre todo prácticos para llegar a serlo. Con el tiempo entendí que es una sensación muy común que nos persigue siempre, promovida por el mismo patriarcado que posiciona el actuar feminista como algo puro, incólume, que no puede caer en ningún error porque será juzgado con severidad. El temor de no ser suficientemente perfectas para declararnos feministas, nos acompaña siempre.
La década del 2010 fue significativa para el movimiento social y la lucha por la paz con justicia social. Grandes movilizaciones mostraban la fortaleza y consolidación de las organizaciones sociales y grupos poblacionales organizados. Tuve la oportunidad de conocer, no directamente, pero de cerca, muchos de esos procesos y ahí estaban las mujeres, exigiendo que sus voces fueran reconocidas y escuchadas. Ya con mi querida amiga había discutido sobre la pertinencia de que los asuntos de las mujeres fuesen capítulos específicos en las plataformas de las organizaciones, pero también que las mujeres tenemos presencia y aportes en los asuntos generales, de la sociedad, de los sectores y de las organizaciones que conformamos, el reto está en poner en las agendas colectivas, las propuestas y reivindicaciones de las mujeres, pero que estas no se conviertan en simple decoración de los documentos.
Ella era sindicalista y, siendo este un sector llamado a defender siempre a la clase trabajadora y sus intereses, en algunos de sus dirigentes incomodaban las posturas feministas e incluso se tildaban como un invento del sistema de dominación para dividir las luchas y reventarlas desde adentro. Ella lo vivió y lo sufrió, como muchas. Esos dirigentes y sus discursos radicales, querían ver a las mujeres luchando y encabezando los procesos, pero mientras esto no significara remover e irrumpir en los asuntos “privados” o en las prácticas cotidianas laborales o incluso de las organizaciones mismas, en las que diariamente se reproducen las violencias, desigualdades y discriminaciones contra las mujeres. La cercanía con las diferentes organizaciones sociales, me permitió identificar que el mismo fenómeno se vivía en todas ellas, le costaba a la izquierda y a los sectores populares y alternativos comprender y asumir las luchas de las mujeres, lejos de los clásicos escritores y olvidando que estos mismos nos enseñaron la dialéctica.
En últimas, el feminismo sí es producto de los sistemas de dominación, pero no por ser un “invento perverso”, sino por ser la respuesta, el resultado del violento patriarcado que nos lleva a tomar una postura política y a concebir un mundo diferente.
El flujo del movimiento social fue la antesala del inicio de los Diálogos de paz con el Gobierno de Santos. Cuando su fase exploratoria se hizo pública, yo estaba en un curso con comandantes de todo el Bloque. El curso duraba un año y su pénsum se basaba en comprensión de lectura, filosofía y economía política. Estudiábamos todos los días, excepto los domingos, que dedicábamos a lavar ropa, hacer tareas derivadas del curso y horas culturales, que generalmente eran películas, documentales y, en algunas fechas especiales, presentaciones culturales que nosotras mismas organizábamos, actuábamos y bailábamos en medio de la selva. En una tarde de uno de esos domingos, un compañero que tenía una buena antena para su radio, sintonizó la emisora de un medio nacional y nos llamó a todos a escuchar. Vaya sorpresa que fue escuchar a integrantes del Secretariado nacional anunciando el inicio de un nuevo intento de diálogo, ahora en La Habana, Cuba.
Durante las siguientes semanas estudiamos los documentos iniciales que sustentaban la Mesa de conversaciones, entre ellos, la agenda a discutir y, aunque allí se mencionaba la necesidad y nuestro interés de involucrar a la población en general y en particular a las y los más afectados por el largo conflicto, no me percaté de que, en los 6 puntos a debatir, no se encontraba ninguna mención explícita a las mujeres y sus particularidades. Al terminar el curso retorné a mi responsabilidad en el trabajo de organización y, desde los primeros intercambios con líderes y lideresas de la región, surgió el tema, al comentar que desde las organizaciones de mujeres existía este reclamo y sobre todo, muchas propuestas.
Por mi trabajo pude seguir los desarrollos de la Mesa en sus primeros años, contrastando los documentos que nos llegaban semanalmente en mensajes denominados “gemas” y que leíamos y analizábamos en las horas culturales diarias, con las opiniones de liderazgos sociales de la región donde nos movíamos en medio de los operativos militares que nunca cesaron. Fueron años de conversación, pero para nosotras y nosotros, fue un tiempo muy corto en el que pasamos de un total escepticismo sobre los resultados de la Mesa, a llenarnos de expectativa, temores y anhelos, en la medida en que maduraban temas tan neurálgicos como el de la dejación de armas. Ahí nos permitimos soñar y también ilusionarnos con lo que podía ser el retorno y reencuentro con nuestras familias y la posibilidad de continuar la lucha política, sin necesidad de portar un arma.
Dentro de las cosas novedosas que se comentaban, surgía el tema de las mujeres y su inclusión en las conversaciones, los mismos documentos nuestros contenían lenguaje incluyente, el “los y las” que molestaba a muchos, por redundante, innecesario, o incluso algunos que, aunque insurrectos y anticolonialistas, defendían la Real Academia de la Lengua, como autoridad para lo que se podía o no decir y escribir.
Pero ese lenguaje era solo una expresión de la evolución que tomó el tema en el marco de la Mesa. Por eso celebramos ese 7 de septiembre del 2014 (lo recuerdo siempre porque es el día de mi cumpleaños) día en que se instaló oficialmente la Subcomisión de género de la Mesa. Era la primera vez que un proceso de paz contemplaba esa perspectiva que le daba protagonismo a todas las mujeres del país, incluyendo a las que estábamos en la insurgencia.
Meses después recibí la noticia de que había sido delegada para hacer parte de la Delegación de paz. Me trasladaría a La Habana directamente desde la selva y asumiría la responsabilidad más importante otorgada en la organización en ese momento: ser parte del equipo que la representaba en la Mesa. Una querida compañera de la región me ayudó a alistar la maleta, calculando tallas y atinándole a mis gustos, ya que nos era imposible ir a una tienda o algo parecido. Llegué con muchas incertidumbres, angustias, pero también con la alegría de aventurarme en lo desconocido. Todo era nuevo: las tareas, las rutinas, la comida, el entorno, todo.
Fue un alivio cuando me orientaron dar continuidad a las tareas organizativas, desde otra perspectiva, pero finalmente continuidad de lo que hacía y sabía hacer. Luego me dieron la extraordinaria noticia de que me correspondía hacer parte de la Subcomisión de género, que ya tenía todo un trabajo adelantado, así que llegaba a aprender y aportar. Al comienzo padecí de un coma informativo, era mucho por comprender, por leer y por preguntar. Desde el primer día estuve en reuniones con diferentes mujeres, de Gobierno, de organizaciones, de embajadas y países acompañantes del proceso de paz y así logré dimensionar el trabajo que mis compañeras estaban haciendo, algunas incluso sin ser públicas, pero todas haciendo grandes esfuerzos por estar a la altura del reto: construir un enfoque inédito, transversal y transformador, referente para todos los procesos de paz en el mundo.
Las medidas de género del Acuerdo Final de Paz son hijas del encuentro de muchas mujeres que, aunque con enormes diferencias, logramos trabajar juntas por un fin común y superior: la paz que reconoce a las mujeres, no solo por sus afectaciones particulares del conflicto, sino por su rol de sujeta social y política en la construcción y consolidación de un nuevo país.
La Habana significó para las mujeres profundos avances políticos y democráticos para el país, entre ellos, la identificación de las mujeres como luchadoras por la paz, no solo por su condición maternal (tendencia promovida por el denominado “marianismo” que ubica a las mujeres como las destinadas a labores de solidaridad y cuidado de su familia). Las mujeres contruyen paz porque esta es un asunto eminentemente político que va mucho más allá de la confrontación bélica y que pasa por resolver las demandas, reclamaciones y necesidades de todas las personas y que son causas y efectos de las guerras.
En cuanto a mí, La Habana fue el lugar en el que me encontré a solas con el feminismo, digo a solas porque, aunque estuve siempre acompañada, pude leer, escuchar, confrontar y confrontarme, con más tiempo, más calma y más herramientas: la Internet, por ejemplo. No se requiere ser feminista para defender un enfoque de género, algunas de mis compañeras de la Delegación consideraban que hasta ahí, en la garantía de derechos y oportunidades de carácter prioritario para las mujeres y diversidades sexuales en el marco del Acuerdo de Paz nos encontrábamos todas, pero que hablar de feminismo era otra cosa, no estaban de acuerdo con el feminismo o las feministas por razones personales, políticas e ideológicas. Yo también lo pensé, más de una vez.
Ese encuentro a solas se dio en un momento determinante. Por supuesto, no era lo mismo hablar del tema años atrás, como todo proceso social, el de las mujeres y el feminista ha estado en constante evolución. Creo que la primera equivocación es asumir que el feminismo es una corriente hegemónica, un dogma que orienta linealmente el pensar y actuar, así que encasillar a las feministas es, entre otras, prejuicioso. El proceso de cada mujer es distinto, específico y válido. No hay una forma de llegar a ser, ni una forma de ejercer el feminismo, ya que los tipos de feminismo son múltiples; lo que sí es cierto es que cuando comprendes que solo habrá justicia cuando todas las mujeres tengamos acceso a todos los derechos y oportunidades, superando las desigualdades, discriminación y violencias, ahí ya no hay marcha atrás, de ahí en adelante el mundo se ve, se percibe y se sueña distinto.
En los 7 años que llevamos de lucha por la implementación del Acuerdo de Paz firmado en 2016 y de reincorporación a la vida civil, entre retomar proyectos personales académicos y familiares y el trabajo político y organizativo, enfrentando obstáculos en todos ellos, debo decir que uno de mis lugares seguros es el trabajo con las mujeres, ver a mis compañeras crecer a mi lado, equivocarnos, retomar, corregir, avanzar y seguir construyendo, ha sido de lo más enriquecedor.
Se agitan aún banderas históricas que no hemos logrado conquistar y otras han venido surgiendo en este trasegar. La paz sigue siendo un punto de encuentro entre las distintas tendencias y organizaciones del movimiento de mujeres y yo sigo sin la pretensión o el afán de ser reconocida como feminista, me auto reconozco sí, como una combatiente más de la causa revolucionaria y subversiva, que significa anhelar y trabajar por un mundo mejor y justo para todas y todos.
*Nota de editor: Se refiere a Gloria Inés Ramírez, Ministra del Trabajo del Gobierno de Gustavo Petro.
** Los Diálogos de paz de San Vicente del Caguán, entre el Gobierno de Andrés Pastrana y las FARC (1998-2002).[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]