Por: Oscar Pineda
No cabe duda de que el hambre ha logrado posicionarse históricamente como el flagelo de mayor impacto en el desarrollo integral de cualquier sociedad. Otro tanto se puede decir de la inseguridad alimentaria. Vale decir que su imposición por parte de transnacionales de la “industria alimenticia” constituye un problema cada vez mayor para el avance de procesos locales autónomos, endógenos, autóctonos, sociocomunitarios y autosustentables, elementos básicos a la hora de establecer una verdadera soberanía alimentaria. Estos asuntos resultan relevantes si se toma en cuenta que, están vinculados a problemáticas más estructurales como la miseria, la pobreza, la violencia y el narcotráfico -en su escalón más bajo- que como círculo vicioso se intercalan sistemáticamente, destrozando cualquier pretensión de construcción de un proyecto de Estado nacional moderno.
Las cifras oficiales parecen ilustrar con mayor precisión esta situación. Según la ENSIN (Encuesta Nacional de Situación Nutricional), hasta 2015, en el 54,2% de los hogares de nuestro país se presentaba inseguridad alimentaria; esto es que no cuentan con los suficientes recursos económicos para acceder a una alimentación sana, constante, nutritiva y culturalmente adecuada, que les permitan un bienestar físico, psicológico y cultural permanente, conforme al disfrute de un desarrollo pleno e
integral.
Cifras más recientes hablan de que la pobreza extrema en Colombia pasó en 2019 de 9.5% a 12.8% en 2020, y la pobreza monetaria se encontraba entre 35.7% y 42.6% en ese mismo periodo, lo que quiere decir que 55.4% vive en situación de precariedad (1). Este dato es importante ya que uno de los elementos que se toma para esta medición está relacionado con el acceso al consumo de la canasta básica de alimentos, cuyo componente alimentario debe garantizar al menos el requerimiento de 2100 calorías diarias.
Por otra parte, la inseguridad alimentaria afecta de manera exponencial a las poblaciones rurales y rurales dispersas, pues un 64.1% de los habitantes de estas poblaciones viven esta realidad y en cuyo territorio es donde mayormente pernoctan pueblos étnicos, según la ENSIN (2). Otro de los problemas que traen estos dos fenómenos está focalizado en las afectaciones en lo relacionado con el hambre (desnutrición, anemia, pérdida severa de capacidades motoras y cognitivas, entre otras) y en lo relativo a los problemas por insuficiencia alimentaria (sobrepeso, obesidad, agotamiento físico, entre otros) que a mediano y largo plazo ocurren directamente en los cuerpos de los niños y las niñas que las padecen, como lo señala la propia OMS (Organización Mundial de la Salud):
“Los niños y niñas con problemas de desnutrición grave tienen 11 veces más probabilidades de morir que los que tienen un peso saludable, pueden contraer infecciones con mayor facilidad y tener más dificultades para recuperarse como consecuencia de su débil sistema inmunológico. Sumado a los problemas de desnutrición, existe un creciente incremento en las problemáticas asociadas al sobrepeso y la obesidad en la primera infancia en niños, niñas y adolescencia, lo cual se ha constituido en un grave problema de salud pública en su relación causal con las enfermedades crónicas no trasmisibles, como la hipertensión arterial,
diabetes y cáncer” (3).
Para el análisis estructural de esta situación, resulta valioso enumerar varios elementos que repercuten para que estos dos fenómenos se hayan sostenido en el tiempo, entre ellos están: la elevada concentración de la propiedad de la tierra rural, la presencia de continuos conflictos de uso del suelo, la sustitución de la producción nacional por la extranjera, la discriminación de la política pública entre formas de producción, el abandono estatal y los impactos del conflicto social y armado (4).
Frente a esto, la política pública para fomentar, fortalecer e incentivar el sector agrícola parece cada vez más errática, cuando no perjudicial. Si a las cifras que presenta el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural (MADR) nos referimos, solo en 2017 (datos más recientes existentes) se importaron 12,7 millones de toneladas de insumos agrícolas en nuestro país. En lo relacionado a la utilización de la tierra podemos observar que no hay un aprovechamiento genuino ni integral del suelo, de tal forma que, de los 42,3 millones de hectáreas aptas para cultivar, 34 millones se utilizan para siembra de pasto (5). Si a todo le agregamos la alta concentración de este medio de producción, la cual puede constatarse revisando los resultados del último censo agrícola nacional realizado en 2014 por el DANE, el cual evidencia que las UPA (Unidades Productivas Agrícolas) menores de 5 hectáreas concentran el 2,4% del área, mientras que el 0,4% de las grandes propiedades (más de 500 hectáreas) tienen el 65.1%
del total del área.
Por otra parte, el modelo de incentivos para apalancar sobre todo al pequeño productor no es ni mucho menos un referente. Dentro de estos presentados por el MADR y FINAGRO, en su portafolio de servicios, encontramos: Fondo Agropecuario de Garantías, Programa Nacional de Reactivación Agropecuaria, Fondo de Solidaridad Agropecuario, Línea Especial de Crédito Agropecuario y el Incentivo a la Capitalización Rural.
De todos estos, solo los dos últimos están sistematizados. Al chequear sus resultados, se puede notar que el impacto de la política pública gubernamental no brinda las garantías elementales de las que tanto se precia el actual gobierno en el Plan Nacional de Desarrollo, empezando por que el Incentivo a la Capitalización Rural que se otorga a personas naturales o jurídicas, para ejecución de proyectos de nueva inversión, con el fin de mejorar la productividad agropecuaria, está mediado por la desigualdad, pues el valor del incentivo para el gran productor puede llegar a alcanzar los 266,5 millones de pesos, mientras que para el pequeño productor solo llega a 3 millones, que es casi 90% menos que el otorgado al primero (6).
En lo relacionado a la “ayuda gubernamental” para el sector agrícola conocida como la Línea Especial de Crédito Agropecuario (LEC) que se configura como líneas de crédito transitorias que ofrecen recursos con tasas de interés subsidiadas por el gobierno, se observa que la preferencia a los grandes productores es continua; eso a pesar de que de los más de 4,3 billones de pesos otorgados entre 2010 y 2020, fueron entregados a 139.203 pequeños y medianos productores 3.7 billones, mientras que 594.520 millones fueron para 807 grandes productores, ocurriendo en este sentido un auténtico desequilibrio (7).
Frente a esta problemática y más allá de pretendida alharaca del establecimiento, la deuda histórica del estado en este sector atenta claramente contra el “buen vivir” de las comunidades rurales, violenta directamente las dinámicas de desarrollo endógeno sociocomunitarias y fractura las economías locales impulsadas desde la producción familiar comunitaria rural, que como consecuencia lógica hace que se recienta el aparato productivo nacional, junto a la pérdida de nuestra soberanía alimentaria, todo esto en desmedro del Derecho Humano a la Alimentación y Nutrición Adecuada (DHANA).
Pero, a pesar del panorama poco alentador del sector agrícola, la Reforma Rural Integral como primer punto del acuerdo de la Habana se convierte en una oportunidad única e inigualable, pues marca la hoja de ruta para paliar a mediano plazo la precariedad existente en el campo colombiano, en función de superar el hambre y la inseguridad alimentaria,
tal como en su articulado reza:
“… la RRI reconoce el papel fundamental de la economía campesina, familiar y comunitaria en el desarrollo del campo, la erradicación del hambre, la generación de empleo e ingresos, la dignificación y formalización del trabajo, la producción de alimentos y, en general, en el desarrollo de la nación, en coexistencia y articulación complementaria con otras formas de producción agraria” (8).
Todo esto atravesado desde el enfoque de derechos como principio básico, el cual entiende el derecho a la alimentación de la siguiente manera: “La política de desarrollo agrario integral debe estar orientada a asegurar progresivamente que todas las personas tengan acceso a una alimentación sana y adecuada y que los alimentos se produzcan bajo sistemas sostenibles” (9).
Siguiendo esa línea argumentativa es claro que, si se quiere fomentar una política pública agrícola nacional asertiva, es necesario involucrar los ejes fundamentales que componen la Reforma Rural Integral, tales como el fondo de tierras, los PDET, los PATR, los planes nacionales rurales, el catastro multipropósito, la nueva jurisdicción agraria y en especial la construcción de un sistema para la garantía progresiva del derecho a la alimentación, que en síntesis apunta a la transformación definitiva del agro colombiano, impulsada con una fuerte inversión social en infraestructura vial, adecuación de servicios básicos (agua potable, electrificación, saneamiento básico, entre otras) salud, vivienda y educación que han de contar en sus procesos de elaboración, ejecución y supervisión, con el protagonismo, en clave de participación de las comunidades campesinas.
Vale señalar que la RRI cuenta desde su planificación estratégica con un nivel importante de recursos para su ejecución (110,6 billones, para 15 años) que, aunque no son suficientes para desarrollar óptimamente este sector, al menos sirven como punta de lanza para llevar a cabo cambios sustanciales que permitan poner en el lugar privilegio la dignidad del campesinado colombiano.
Queda como siempre en manos del Estado en su conjunto el reto de lograr establecer políticas públicas coherentes, efectivas y
equitativas que despauperricen la actual situación de hambre e inseguridad alimentaria, mismas que deben encadenarse con una nueva arquitectura agraria, que subvierta las practicas feudales aun existentes, con mayor equidad en la distribución de la tierra, con inyección de tecnología que potencie con nuevas técnicas los usos del suelo para que estos generen una mayor productividad, y que a su vez permitirán sumar como valor agregado al desarrollo integral del campo, mejorando el nivel de ingreso y sobre todo respetando los modos de vida de las comunidades y su identidad reafirmadas en todo el ciclo vital del proceso alimentario, desde la consecución de la semilla hasta el consumo final como aprovechamiento biológico nutricional, que en determinada manera terminan la regeneración de la vida y las capacidades no solo humanas sino espirituales y materiales.
Referencias:
(1) DANE, Pobreza monetaria en Colombia. Resultados 2020.
(2) Ministerio de Salud y Protección Social; Encuesta Nacional de Situación Nutricional.
(3) Un país que se hunde en el hambre. Cuarto informe sobre la situación del derecho a la alimentación y la nutrición adecuadas en Colombia / 2021.
(4) IBID.
(5) Censo Nacional Agropecuario. Resultados 2014.
(6) Un país que se hunde en el hambre. Cuarto informe sobre la situación del derecho a la alimentación y la nutrición adecuadas en Colombia / 2021.
(7) IBID.
(8) Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera.
(9) IBID.