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Por Isabella Sanroque
Como en el cuento de Allan Poe, el corazón con su acelerado movimiento parecía delatarme. Me hallaba entre pequeños arbustos, cubierta por maleza. Mi cuerpo estaba estático, congelado, más por el miedo que por el frio paramuno. Estábamos allí junto a Simón, detenidos en el tiempo, mientras un par de soldados pasaban por nuestro rastro a un escaso metro de distancia, en busca de cualquier guerrillero oculto para darle un tiro a quemaropa.
Por mi mente pasaba la película acelerada de una vida llena de rebeldías, amores inconclusos y la familia. “Jueputa, me tocó morirme en el Sumapaz”, fue mi pensamiento, aparentemente final.
Mientras los soldados avanzaban, yo bajé lentamente el seguro de mi AK-47 y Simón se preparó para despinar la granada… “Ni por el putas nos dejamos coger vivos…” nos dijimos con la mirada. Hasta un sollozo podría resultar peligroso.
Antes de esta escena intensa de mi casimuerte, hubo un amanecer en mi caleta guerrillera, la formación rutinaria y la pasada de revista a las 5:20 AM, la infinita fuerza de voluntad de la que me llenaba cada mañana desde hacía seis meses, para levantarme en semejante temperatura.
Esa mañana de febrero, el comandante apodado “El Negro Antonio”, me asignó la tarea, junto a Simón, de hacer la “descubierta”, que significaba realizar un recorrido alrededor del campamento y luego quedarnos en la parte superior de la montaña como “avanzada”. Esto era una forma de preservar la propia fuerza y evitar que nos sorprendiera el Ejército.
Nuestro campamento recién construido lo instalamos entre frailejones, cerca de un sitio llamado Casaroja, entre Las Ánimas y Nazareth. Solamente conocía de estos pueblos porque los arrieros mencionaban sus nombres. Mi cabeza asumía que estábamos cerca de Bogotá, porque por las noches, con mi parcera de muchos años, la mona Valentina, veíamos cerquita el resplandor de la ciudad.
La guerra que duele escribir
Mientras con Simón subíamos la montaña, escuchamos los primeros disparos. Todo allí fue la guerra. La guerra que duele describir, el encuentro que dejó parte del Frente Antonio Nariño, ente muertos y presos. Esa mañana mi familia fariana más cercana sufrió un golpe aterrador.
Perdí a la Mona, perdimos también a Mariana Páez, la maestra. Allí empezó una carrera por sobrevivir. Junto al amigo y camarada Simón, los azares del destino nos pusieron en la cima de la montaña para cubrir la retirada; cumplido nuestro deber nos dimos la energía suficiente para atravesar un largo trayecto corriendo, hasta cruzar una pequeña quebrada, mientras las balas, sin tregua, sonaban despiadadas.
Sobrevivientes, diesmados, desconectados del resto de nuestra unidad, comenzaron ocho días de deambular por esas montañas, sin información alguna. En el día nos ocultábamos entre las islas de arbustos y entre la neblina, que puede ser ideal para tropezarse sorpresivamente con alguien. En las noches caminábamos con un sentido de ubicación, que parecía provenir del instinto. Éramos dos jóvenes bogotanos, a quienes en la guerrilla llamaban “urbanos”, y por no aprender tan efectivamente las labores del campo,“pompos”.
En esos ocho días la incertidumbre nos carcomía el alma. Solo tomábamos agua con sal, de los trozos que le dejan al ganado paramuno. Nos abrazábamos para soportar el frio y contábamos historias. Simón hablaba con dulzura de su esposa y de su hija, yo de mi madre y mi compañero muerto hacía cerca de dos años. Nos aferramos a la vida, y cuando alguno de los dos se tornaba pesimista, el otro le llenaba de esperanza el momento, creo que así se acompañan en camaradería las situaciones difíciles.
El cuarto día nos refugiamos en una laguna, en cuyo alrededor encontramos un nido de pájaros. Confieso que dije bromeando que me los iba a comer, pero aún el hambre no era tan desesperante como para hacerlo. Temíamos encontrarnos de nuevo al ejército, los escuchábamos gritar a lo lejos.
Ambos teníamos claro que la única salvación era tropezarnos con algún campesino que nos ayudara, esa fue la mejor manera de entender, con la experiencia propia, que sin la gente no se puede ganar la guerra. Salimos de esa travesía vivos, ojerosos y con menos peso. Pero vivos.
Me perdí
Durante ese tiempo no me sentí sola, ni vacía. Creo que tuvo que ver con que la montaña se convirtió en mi casa, y las Farc en mi segunda familia. Ahora tengo que nutrirme constantemente de las montañas, salir cada mañana a la ventana de mi casa y mirarlas en el oriente bogotano, contemplar su belleza, o subir a Monserrate algunos días a la semana, para sentir el olor de la leña que arde y pensar en la rancha, además llegar agotada a las fuentes cercanas a la iglesia y escuchar el agua, evocar las extenuantes marchas guerrilleras donde un solo sorbo era un manjar, la alegría, la vida. Oír los pajaritos, contemplar el verde, sentir el sudor que va enfriándose. No sé si por perderme en el páramo o por pasar más de 12 años en el monte renací en el campo.
Me perdí varias veces en la vida guerrillera: llegué a campamentos distintos al que me correspondía, me extravie en la inmensidad de las sabanas del Yari, fascinada con el cielo. Me perdí en el caño Leyva trayendo leña y sus aguas me enrutaron, me perdí yendo a la caleta de un amante clandestino. Cada recuerdo de alguna perdida es una sonrisa y a la vez una nostalgia.
Luego en la vida civil, me perdí entre el amor y el despecho, sentí la terrible soledad y el vacío de saberme sin él; como si su compañía fuera más que la vida. Su ausencia, fueron lágrimas y noches en vela, su música se convirtió en un motivo de trastorno para mi alma enferma. Luego, la fuerza resiliente que es la militancia y el Partido me sacaron de esa depresión.
Ahora tengo el riesgo constante de extraviarme entre los horarios de mil actividades que se me cruzan. Algunas veces me desoriento en el laberinto que es la Universidad Distrital a la cual retorné y ha sido modificada en su infraestructura, pero sigue en un deterioro evidente.
Me pierdo en los mil argumentos que emergen en los debates de las asambleas que parecen no tener fin. Me pierdo en los besos que los muchachos propician conmigo por admiración, curiosidad u osadía. Puedo perderme entre votos añorados en las elecciones, o en el ceño fruncido del camarada a quien más admiro.
Me gusta perderme entre salsa y bohemia, entre historias de la gente del común, entre mimos de mi madre sobreprotectora, entre conversaciones con las amigas feministas y en ese mar de expectativas que llevo encima. Ahora entiendo que ese perderse es un camino para encontrar el sentido de la vida, el que cada uno debe hallar para no andar como sonámbulo en un mundo que cree ser el suyo pero que, evidentemente, no lo es.
*Decirle a una mujer que es una perdida es decirle que ha incumplido con todo lo que se esperaba de ella, así que nosotras queremos reivindicar ese perderse de las mujeres, porque han fracturado el molde patriarcal que las acecha. En Relatos de Mujeres Perdidas presentamos tres historias, en tres tiempos y tres territorios del país: la selva, la ciudad y el páramo, donde las tonalidades del conflicto armado se han sentido en distintos niveles.
Estas narrativas están hiladas como un tritono disonante y subversivo. Esa figura musical se ha considerado siniestra desde el Medioevo, y las mujeres que aquí tejen sus historias, se han hecho cada vez más feministas y más siniestras. En sus historias perdidas encontraron algo de conexión con su identidad y potencia, así que aquí está la tercera entrega.
Tomado de: https://www.desdeabajo.info/ediciones/item/38270-una-guerrillera-perdida-en-el-paramo.html
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