Fue uno de los cronistas que mejor contó la violencia en Colombia. Murió en la miseria y olvidado. La última vez que Catatumbo lo vio caminaba por el Eje Ambiental.
Hace un par de meses vi por última vez a Pedro Claver Téllez. Menudo, barba blanca, ataviado con una elegante gorra y cargando su inseparable morral a la espalda, caminaba con dificultad por el Eje Ambiental del centro de Bogotá apoyado en un bastón de tres patas.
Me cuentan amigos cercanos del gran cronista santandereano que Pedro Claver llevaba siempre en el morral su viejo portátil en el que escribió centenares de crónicas y reportajes, así como más de una decena de libros en los que quedó novelada o registrada una importante porción de la historia de la violencia de los años cincuenta (¿o los años sin cuenta?) de nuestro país.
Desde hace varias décadas, Claver Téllez era un personaje del centro de la capital, en cuyas calles quedó la huella de su andar cansino y el eco de sus risotadas cuando recorría los vericuetos de La Candelaria acompañado de sus innumerables amigos.
Pasó este admirable escritor tiempos aciagos, en los que a duras penas reunía el dinero para pagar la noche en alguna pensión desvencijada. Las empleadas de la biblioteca Luis Ángel Arango —el gran refugio de su otoño vital— se encargaban de mantenerlo activo con generosas y gratuitas raciones de café, a veces su único “alimento” del día. Sin embargo, nunca se quejó de sus mermados recursos y más bien proclamaba con orgullo que si ese era el precio de dedicarse por entero a la escritura, él lo pagaba encantado de la vida.
En un pequeño bar a las orillas de la calle 19, Pedro Claver Téllez animaba las tertulias literarias con apuntes sobre sus devaneos amorosos y anécdotas asombrosas sobre los llamados “bandoleros” de los cincuenta.
El 17 de octubre, día de su muerte, leí acongojado las palabras de despedida que le escribió uno de sus tantos amigos, Keshava Liévano: “Pedrito el Sietemujeres, qué falta harás, cuánto extrañaré esas conversas sobre La Pola, sobre Desquite y Sangrenegra, sobre la memoria de los bandoleros y los rebeldes, la desmemoria nacional y esas lecturas en voz alta de El Quijote”.
A mediados de 2015, cuando yo participaba como delegado de las Farc en los diálogos de paz con el Gobierno de Juan Manuel Santos, llegó a mis manos uno de los libros que más he recomendado a todos aquellos que quieran conocer la génesis del conflicto armado que ha vivido Colombia desde comienzos de los sesenta. Se titula Punto de quiebre y es —en mi opinión— la obra cumbre de Pedro Claver Téllez y una de las mejores novelas históricas que se han escrito en el país.
Téllez narra allí, con magnífica prosa, el asesinato de Jacobo Prías Álape, más conocido como Charro Negro, ocurrido el 11 de febrero de 1960 en la población tolimense de Gaitania. Charro había nacido en 1920 y desde muy joven se vinculó a las luchas agrarias de los campesinos del sur del Tolima. Al calor de la lucha por la tierra conoció a comienzos de los cincuenta a Pedro Antonio Marín (luego convertido en Manuel Marulanda Vélez), otro líder agrario nacido en el Quindío, y se casó con una hermana de este, llamada Rosa. Ambos integraron las guerrillas liberales y cuando estas se dividieron entre los llamados “limpios” y los “comunes”, tanto Prías como Marín se unieron a los segundos que eran acusados de tener ideas comunistas. Al salir del Davis, se dirigieron a Riochiquito y Marquetalia y se hicieron militantes del Partido Comunista (PCC). A finales de la década se acogieron a las amnistías de Rojas Pinilla y de Alberto Lleras Camargo, dejaron sus armas, pero siguieron liderando las movilizaciones de los campesinos por la tierra.
Tras ser elegido miembro del comité central del PCC, Prías viajó a estudiar en la Unión Soviética junto con otros campesinos y a su regreso se instaló en el municipio de Gaitania. Nos cuenta Téllez en Punto de quiebre que Charro se acercaba a caballo al casco urbano de Gaitania cuando fue acribillado por hombres al mando de José María Oviedo, alias Mariachi, quien trabajaba hombro a hombro con el gobierno de Lleras Camargo en la sucia tarea de exterminar a los exguerrilleros comunistas que se habían acogido a la amnistía (cualquier parecido con la actualidad es pura coincidencia).
Este crimen cobarde marcó un punto de inflexión en la historia, convirtiéndose en la semilla que haría germinar, cuatro años después, a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
El asesinato de su entrañable amigo, cuñado y camarada hizo comprender a Manuel Marulanda que la amnistía había sido solamente una trampa cuyo objetivo principal era acabar con la vida de los luchadores populares. Así, las promesas de paz y reformas al agro hechas por el Gobierno se esfumaban con la muerte de Charro y Colombia ingresaba a otro largo ciclo de violencia desatado por las élites mezquinas y sanguinarias enquistadas en el poder desde nuestro nacimiento como república.
Pedro Claver también publicó una extraordinaria investigación sobre una de las masacres menos mediáticas y más atroces de los noventa: Instantáneas de la guerra sucia, sobre el asesinato de varios integrantes de las milicias urbanas de las Farc por parte de la Dijín en Mondoñedo. Su obra abarca personajes como Policarpa Salavarrieta, Efraín González y Sangrenegra. Su libro Sumas y restas inspiró la película homónima de Víctor Gaviria, uno de sus grandes amigos, y se sumergió en el mundo de las esmeraldas en su magnífica obra La guerra verde. Vivió y gozó con la palabra, escribió a sus anchas y soportó estoico las privaciones derivadas de su entrega a la literatura. Y tras vivir 81 años, su partida se convierte en un punto de quiebre de la novela histórica colombiana que extrañará su entrega, su gorra fina y su barba blanca.
El triste final de Pedro Claver Téllez, el gran pluma de la violencia colombiana