Sin titubeos, la paz: Wilson, el pedagogo del Urabá

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Por: Luisa Guzmán Arango

Recuerdo la última vez que lo vi, eran las ocho de la noche y al día siguiente viajaba fuera del país.

– Profe, me voy a estudiar Medicina, me dijo en ese tono de voz que me provocaba montar todo un parrandón.

Después de hablar largo y tendido, de decirnos las cosas que muchas veces nos callamos resguardados en los roles de profe y estudiante, le hice prometerme que regresaría a contarme cómo le fue. Una promesa que jamás nos cumplimos, tampoco teníamos afán cuando regresó. No sospechábamos que casi dos meses después las balas del paramilitarismo me iban a impedir siquiera despedirlo en su entierro.

Lo conocí con el nombre de Wilson Rentería. Un hombre negro –como le gustaba que le dijeran sin eufemismos–,  de dos metros de altura y una particular habilidad para escapar de las cámaras cuando alguna le apuntaba. Era uno de los estudiantes de un grupo de cinco que estaban aprendiendo a manejar las redes sociales. Siempre llegaba con un pequeño portátil de tapa azul, se sentaba frente al tablero y estaba pendiente de preguntar. Aprendía rápidamente, como le había tocado en la guerra, en medio de los cursos que en los últimos años se interrumpían con los bombarderos sobrevolando. Aunque disfrutaba del mundo digital, lo suyo era la gente, hacer pedagogía de paz.

– Profe, ¿usted se leyó el Acuerdo de Paz?

– Claro que sí, Wilson. Pregunte y verá.

– ¿Cuántas hectáreas de tierra tendrá el Banco de Tierras del punto 1 del Acuerdo?, decía mientras ajustaba debajo de su brazo el libro del “Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto”.

Ese día no le atiné, como ninguna de las veces que me preguntó. Él sabía cada capítulo, cada subtítulo, cada punto, cada cifra sin titubear. Desde siempre había sido un buen estudiante. Había intentado entrar a la entonces guerrilla de las FARC desde muy joven, poseído por los sueños de cambiar a su natal Chocó, una tierra saqueada, olvidada a propósito históricamente. Pero había una frase que siempre repetía: “Mi mamá me obligó a estudiar, porque tenía que saber algo para aportar a la lucha”. Le hizo caso. Mientras trabajaba, terminaba su bachillerato y tan pronto tuvo el cartón, ingresó con esa terquedad tan suya.

Pocos dolores lo azotaban. Estaba enamorado, reía, echaba algunos pasos de champeta y le encantaba el vallenato romántico, que se bailaba bien pegadito. La única pena que siempre cargó me la confesó un 2 de mayo. Desde que se levantó había sentido en sus pies los estruendos de la explosión. Pasaba de un campamento a otro, inquieto, pensativo, sudoroso. Al final resolvió sentarse en la mesa atestada de equipos, cámaras, cuadernos y papeles. Puso su mano sobre la Rimax de plástico blanco, se quedó mirándome a los ojos y desfogando todo su día, me preguntó:

– ¿Usted sabe qué pasó hoy hace unos 15 años? Me iba a corchar, pero la fuerza de su pregunta impedía improvisar.
– No, no sé, cuente, le dije. Inhaló.
– Se conmemoran 15 años de lo de Bojayá.

Su rostro cayó, de nuevo la ansiedad, la sudoración y sus pensamientos, pero sobre todo los recuerdos de aquel estallido, de la angustia de ver a su hermana y su mamá inconscientes en la entrada de la iglesia, que minutos antes había sido destruida por un cilindro, por un maldito cable, por un maldito error, por la maldita guerra. Me hizo la petición especial de recordar y lamentar en las redes sociales lo que había pasado ese día. Creía que teníamos que dar como país el paso hacia la reconciliación, pero sabía que era un gran reto y que solo sería posible si ese Acuerdo, que se había convertido casi en un músculo de su brazo, se hacía realidad.

A los meses de llegar de Cuba y recoger algunos papeles necesarios para continuar sus estudios, se encontró con la primera campaña política con la que el partido FARC se estrenaba en las urnas. Además de hacer pedagogía de paz, se aparecía frente a él la posibilidad de contarle a la gente ese sueño de una Colombia con justicia social. Ya había recorrido varios municipios de Urabá hasta que un día de enero lo sorprendieron las balas del paramilitarismo en un estacionamiento, con la propaganda política en las manos y su Acuerdo de Paz bajo el brazo.

El 18 de enero entró la llamada: “Asesinaron a Wilson y a Ángel”. Ambos fueron una de las primeras víctimas de un gobierno sin voluntad política para hace real ese Acuerdo de Paz con el que él soñaba cambiar este país. Hoy son 236 exguerrilleros y exguerrilleras asesinadas, de quienes nos seguimos preguntando: ¿quién dio la orden?

¡Que pare el genocidio!

 

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