Amar sin interés…*

Amar sin interés…*

Por: Katerin Avella Daza, firmante del Acuerdo Final

“…Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres,
porque el amor cuando no muere mata,
porque amores que matan nunca mueren…”
Joaquín Sabina (“Amores que matan”).

Entablar una relación sin saber realmente quién eres; sin tener en cuenta apellidos, clase social, nivel académico, cruce genético, propiedades… Así: “pelo a pelo” … Solo una mujer y un hombre en igualdad de condiciones, sin saber nada sobre el pasado del otro, sin planear el futuro, viviendo el presente en medio de incertidumbres; sin poder decidir siquiera, a pesar del amor que se profesen, permanecer juntos…

Nada de muebles: ni cama, ni escaparate, ni mesas, ni sillas, ni menajes, ni vajillas … Nada de requisitos protocolarios: sin conocer los suegros, sin pedir la mano, sin organizar la boda, ni por lo civil ni por la iglesia…

Nada de nada… Solo el mero gusto, la simpatía, el cariño, el afecto, las ganas…

Un día se cruzan las miradas, otro se agarran las manos, se dan el primer beso, se intercambian atenciones: le carpa la caleta, le recoge la ollita con la comida… comen juntos, bailan apretaditos y de manera continua en las fiestas… Sin mayores preámbulos y sin requisitos, se van buscando las condiciones para el encuentro sexual; y si quieren continuar cumplen los procedimientos para constituirse en pareja.

Una relación bajo los preceptos de lo que éramos: guerrilleros y guerrilleras… Donde la compartimentación, el secreto y las reservas del movimiento estaban por encima de las amistades y los amores. Por eso, cuando creías que amabas a un hombre llamado Juan, este hombre en realidad se llamaba Pedro; o si amabas a una mujer llamada María, esta mujer en realidad se llamaba Ana… Podías durar años junto a esa persona, y nunca se podía preguntar nada que esculcara el pasado del otro. De hacerlo, te volvías sospechoso de ser parte del “servicio de inteligencia”, que estaba buscando información. Entonces se tejía la palabra en torno a cualquier tema, menos frente al de la propia vida.

Como no se creaban intereses en torno a un sacramento, ni a todo lo que ello implicaba, se forjaban las relaciones en dependencia de los trasegares en los caminos, de las actividades que se tenían que realizar, de la edad y la pinta que tuvieras, del entendimiento de la palabra… Un combatiente, sea hombre o mujer, era ante todo una unidad, un ser disponible para el cumplimiento de órdenes… Ello era lo prioritario. Los amores quedaban en un segundo plano… Por eso, cuando el ser amado no iba en el grupo, enrojecían los ojos y, a la hora de las despedidas, preferías no volver la vista hacia atrás para poder llevarte la imagen de la mirada transparente del ser amado sin que esta se viera nublada por las lágrimas… Te llevabas el sabor del último beso, el olor de las noches de pasión, el susurro de los juramentos de amor y la humedad, aún, de los líquidos fluidos.

Si se tenía la fortuna de volver, era posible que ya no buscara tu mirada porque tenía otros ojos a los cuales ver; que te mirara con recelo, porque la imaginación daba para pensar que ahora había otros ojos que estaban sobre los tuyos; que se hallara en otro territorio o el fatídico caso que se hubieran borrado para siempre sus huellas y ni levantando las piedras encontraras lo más mínimo de su ser.

Si las miradas se cruzaban y eran correspondidas con la misma intensidad, el corazón se agitaba; la piel se erizaba; los brazos se levantaban, se entrecruzaban, se apretaban; la saliva se compartía… El afecto continuaba. Así podía ser: Por segundos, por un día, por meses, por años o toda una vida, unidos en la presencia o la ausencia.

También se daba el caso de que uno de los dos podía quedar con el pecho oprimido y el nudo en la garganta, porque el cariño estaba embolatado entre tres o hasta entre cuatro. En la espera incierta de los días y las noches, la libido había saltado todos los obstáculos… Con el corazón en otro lado, el cuerpo incandescente había prendido brasas y hecho hoguera con otros leños. No se podía trenzar lo destrenzado…Y, ¡ay!, el trago amargo del despecho, cuando llegaban al oído las notas zaheridas de alguna canción que punzaba los oídos y también el alma:

“…Ándate, no pretendas comprarme con tus besos.
No ves que no me muero llorando por tu amor…

…No mojes tus pupilas que todo será inútil.
No ves que mi destino se derrumbó por ti.
Si cuando te di todo lo más que pude darte,
me dejaste por otro, burlándote de mí.

Tendrás toda tu vida que recordar tu infamia.
Tendrás toda tu vida que recordar mi amor
y yo no podré nunca borrar lo que me has hecho.
Con todo mi despecho te tengo compasión…”.

La inquina pasaba. Si uno de los dos sobrevivía a la malquerencia, cada uno seguía su ruta al acecho de otro amor.

Hubo quienes amaron muchas veces. Hubo a quienes no se les conoció nunca un amor. Hubo amores platónicos…También hubo quienes mataron al ser amado o se quitaron la vida con un único disparo, cuyo eco retumbaba dulce, melancólico y no olía a pólvora sino a miel: Era tanto el amor, que se hacía preferible morir que vivir sin él.

Así fue: solo el afecto era necesario. Tal vez hubo quienes por alguna prebenda intercambiaron comodidades por compañía aparente, pero fue la excepción. Nadie estaba obligado a nada y, entre hombres y mujeres con igualdad de pertrechos, era arriesgada la obligatoriedad. No fuera que en el forcejeo cayera un cuerpo con un orificio y en la agonía exhalara su último suspiro.

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* Una versión de este texto fue publicada en la RevistaLüvo Vol. 7 N. 2, (agosto de 2020), pp. 61-63. Disponible en: https://fr.calameo.com/read/00481305978096d3a850f

 



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