Perdida en las marchas guerrilleras: cruzada contra el olvido

Perdida en las marchas guerrilleras: cruzada contra el olvido

Isabela Sanroque

 

Una escalera construida artesanalmente, varios kilómetros labrados con pala por manos guerrilleras, cada escalón recubierto por madera, palos gruesos rajados con hacha o de mediano diámetro, pero finos, demostrando las habilidades de ingeniería y la disciplina de trabajo dispuestos en la construcción de corredores estratégicos. Este en particular, lo empezaron en los años setenta, era el camino del Guayabero Alto y el Pato hacía el Duda, para recoger sal, que se le repartía a cada guerrillero en un frasquito al llegar a su destino.

La majestuosa e inclemente trocha se empezó a mejorar durante los diálogos de La Uribe, mientras la guerrillerada ubicada en Casa Verde se distribuía en grupos y diariamente construían, arreglaban y hacían mantenimiento. Por ahí transitaban a un sitio al que llamaban “ranchón”, donde sembraron colinos de plátanos, traídos a la espalda durante tres días. Aún hoy se recoge el fruto de ese trabajo.

Transitamos este camino paramuno, ubicado entre Cundinamarca, Meta y Huila, exhalando fuerte y agotados, un enero lluvioso de 2008. Le encontramos, a más de treinta años de su construcción. La madera que lo recubría estaba verde, húmeda, resbalosa. Cada paso era un reto, nos sentíamos en una prueba de obstáculos que parecía un laberinto infinito. Algunos tramos eran una piscina de lodo rodeada por barrancos. El esfuerzo físico no nos permitía adentrarnos bien en el recorrido histórico de este paraje. Ahora que lo pienso, ¿Cuántos pasos guerrilleros y militares habrán transitado esa ruta? ¿Cuántas muertes? ¿Cuántas risas? ¿Cuántas arrobas de remesa transportadas hacia los campamentos guerrilleros? ¿Cuántas parejas se comerían a besos en ese rastrojo?

Al igual que unas décadas atrás, las compañías guerrilleras movíamos carga entre los lugares llamados: Papamene, La Costillona, Calzones verdes, Caño Rojo, Pilones, Casa Cuña, Dispersos, Hueco Frío, La Herramienta, El Pueblito y La Caucha; allí miles de anécdotas, varias generaciones de guerrillerada batallando valientemente.

Esa marcha pareció eterna, las rodillas con un dolor profundo por el descenso con un peso grande sobre la espalda. Allí, entre el barro, nos encontramos con Juanita, enterrada hasta la cintura, intentando salir en medias porque las botas estaban completamente sumergidas. Nos juntamos cuatro personas para sacarla, primero a ella, y luego meter los brazos en ese lodazal y buscar las botas talla 34, y no solo rescatamos el calzado si no a nosotros mismos; agotados, embarrados hasta el alma, pero siempre dispuestos a sobrellevarlo todo en colectivo, para sobrepasar todas las situaciones cotidianas, que no eran actos heroicos, si no pura camaradería.

Esa placidez de saberse muy muy cansada, después de horas de marcha, bajo la lluvia, construir una caleta sencilla y poder quitarse el barro, el sudor, ponerse el uniforme seco (al cual le decíamos pijama), tomarse un tinto (por lo regular clarito y dulce) y acostarse con dolor en el cuerpo, con los hongos de los pies rascando despiadados, en un espacio de seis por cuatro metros, bajo la carpa camuflada, mientras afuera la tormenta producía un sonido relajante contra el techo… esa placidez no tiene igual, ni el mejor SPA puede compararse con el descanso después de ese tipo de agotamiento, quizá por dos razones: la moral revolucionaria y la plena libertad en la cual puede sumirnos la selva.

Lo implacable era levantarse. Recuerdo un amanecer ya por el Páramo del Huila, junto a la Mona Valentina. Habíamos llegado la noche anterior a las 21:00 y el frío nos acobardó para el baño, así que nos limpiamos el sudor con un ponchito y nos cambiamos la ropa. Dormimos en un sitio inclinado, sobre una roca, en una arrunchada que parecía la fundición de los cuerpos. Las dos éramos muy friolentas y cuando nos levantamos para el respectivo turno de guardia, padecimos inmensamente.

Al despertarnos con el “churuqueo” (sonido producido con la boca, que imita a un animal), nos abrazamos, y ella con tonito maternal me dijo: “Enana, usted recoge la casa (carpa), yo recojo el resto”. A mí me dieron ganas de llorar, cuando asomé la cabeza y entre la oscuridad, la neblina no dejaba ver nada; paso seguido, ponerse la ropa de marcha, mojada y embarrada.

En uno de esos trayectos sentíamos que los pulmones no nos daban más, subiendo una inmensa y empinada montaña que, desde abajo se nos presentaba como el mismísimo Everest. La guerrillerada subía lenta, algunas personas pasaban a las otras, cada tanto basculábamos, es decir, nos inclinábamos hacia adelante para que el equipo de campaña se moviera y relajara la espalda. Poco a poco se iba haciendo más pequeña la silueta de los que comenzaban a subir y de los que iban terminando. Esa dimensión del tamaño le representaba a cada quien su respectiva esperanza de llegar.

En medio de lo ‘mamada’ que iba, me parecieron muy simpáticas algunas cosas: durante todo el trayecto una pareja de ‘socios’ se acompañaba en el ascenso. Pretendiendo darle apoyo a su pareja, la muchacha le decía: “Vamos bebé, arriba tomaremos agüita de panela con queso… dale corazón, vida estamos juntos”, y así por más de dos horas. Casi sin poder respirar, yo llegué sonriéndome a contarle a un grupo de gente lo cursi que me parecía el asunto, pero ahora que lo reflexiono, considero que tener una compañera físicamente resistente y que jalonara al muchacho, desde la ternura y la fortaleza en esas circunstancias, era algo más que un privilegio.

En esa marcha, entre los últimos que llegaron estaba el difunto Esteban, quien subió la montaña deteniéndose cada cinco pasos, cansado. Las personas que cruzaban por su lado le decían jocosamente: “Vamos Esteban, por aquí es que se llega a la capital”. La razón era la intervención que había tenido en la Asamblea realizada unas semanas atrás, donde se paró y con total elocuencia gritó: “Camaradas, no podemos retrasar más el Plan Estratégico, hay que retomar el corredor estratégico hacia Bogotá”. Tal vez su tono medio panfletario y muy seguro, que reafirmaba algo que evidentemente no era tan sencillo, sonó pretencioso. Lo cierto es que ese sentido del humor que caracterizaba las cotidianidades guerrilleras, era inclemente y a la vez sublime. Al final, todos subimos la bendita loma, al ritmo de cada persona, con las caras deformadas por el frío, en una hinchazón que nos mostraba muy cómicos.

Unos meses después y durante casi tres semanas, con la comisión a la cual yo pertenecía, marchamos con la Compañía “Ismael Ayala” del 53 Frente “José Antonio Anzoátegui”. Esa unidad tenía mucho reconocimiento por ser ordenada, combativa y disciplinada.

Atravesamos un rucio (ecosistema llamado bosque secundario) en vía al área del 26 Frente “Hermógenez Masa”. Fue la primera vez que vi un soche o venado de páramo –criaturita tierna–, parado sobre una piedra enorme, en pendiente. Es posible que algunas personas lo hubieran visto como un delicioso bocado, pues en esos recorridos largos, de jornadas extensas de caminada diaria, la alimentación era limitada, y claro, con ese nivel de desgaste físico, una porción de frijoles con arroz (empedrado), congelados en una bolsa transparente era todo un manjar.

También observé fascinada, en servicio de guardia desde una alta montaña, soportando una brisa que atravesaba los huesos, a un oso. Estaba en el cerro de enfrente, pero con la miopía que padezco desde los 15 años, y a esa distancia, le apunté asustada, cuando detallé sus movimientos, me embelesé. Creo que jamás volveré a ver un oso corriendo, libre, altivo, compañero de lomas y de turno de guardia.

Colapsé hasta la desidia por un carro varado, otras tantas entre algoritmos inexistentes, tiempos inadaptables, pasiones imposibles, furias indomables y un padrote indeciso. Siempre me encontré, serena, melancólica y más fuerte. A mi lado una Juanita, una Victoria, una Gabriela, una Alexandra, una Ximena, en fin, una amiga.

Me he permitido retoñar entre relatos, en los recuerdos, en las narraciones del pasado, en nuestra historia. Me gusta recordar todo ello, hacer esfuerzos por tener en mente los detalles, los lugares, las fechas, los momentos. Mi memoria me lo permite, mi presente me lo exige, y con ello avivo la resistencia frente al olvido.

* Decirle a una mujer que es una perdida es decirle que ha incumplido con todo lo que se esperaba de ella, así que nosotras queremos reivindicar ese perderse de las mujeres, porque han fracturado el molde patriarcal que las acecha. En Relatos de Mujeres Perdidas presentaremos tres narraciones acerca de mujeres que se atrevieron a tomar decisiones rebeldes: viajar, salir solas, levantarse en armas, romper vínculos… en fin, confrontar la vida que el patriarcado nos niega.

A las mujeres y niñas nos guardan en las casas dizque para cuidarnos, para resguardarnos del peligro, mientras a los varones les permiten explorar el mundo, ser ellos. Cuando las mujeres nos atrevemos a salir del espacio privado, liberamos nuestra potencia, y de paso, convidamos a otras con nuestra rebeldía.

Estas narrativas nos dejarán ver algo de ello. Están hiladas como un tritono disonante y subversivo, figura musical que se ha considerado siniestra desde el Medioevo, y las mujeres que aquí tejen sus historias, se han hecho cada vez más feministas y más siniestras. En sus historias perdidas encontraron algo de conexión con su identidad y potencia, así que aquí está la primera entrega de nuestro séptimo tritono.

Erika Rodríguez Gómez @unaconcubina

Tomado de: Desde Abajo



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