Por esos muertos, nuestros muertos Así es Colombia

Por esos muertos, nuestros muertos Así es Colombia

Por esos muertos, nuestros muertos

Así es Colombia, mucha gente sueña, mientras otra planea matarla. En medio de la tragedia siempre hay quien cante

La voz cantante del trío se excusó ante el reducido público que tenían al frente. Por alguna razón el altoparlante que trajo la alcaldía se negaba a funcionar. Así que cantarían con un curioso sonido. Pequeños bafles que colgaban del cuello de dos de ellos, con un delgado cable que los conectaba al micrófono sostenido cerca de sus labios por algún adminículo. Parecido al equipo que usan los artistas mendicantes en los transmilenios.

Anunció unas piezas de música colombiana, cuyas letras de algún modo se hallaban relacionadas con el motivo que los llevaba allí. Unos segundos después sonaron la guitarra, el tiple y las maracas, con ese timbre nostálgico del folclor andino. El guitarrista punteó con maestría la introducción a Espumas, la clásica canción de Jorge Villamil, y luego resonaron con sentimiento las voces del trío. Amores que se fueron, amores peregrinos…

El escenario era sencillo, a punto de caer la noche, a un lado del amplio andén y a pocos metros de la avenida, por cuyos cuatro carriles atestados descendían incontables vehículos cuyos motores hacían enorme ruido. Tras los músicos se erguía el monumento a Manuel Cepeda Vargas, el dirigente comunista asesinado en 1994, y que el Concejo de Bogotá dispuso ubicar allí, en Banderas, en su costado norte, lugar donde fue sacrificado.

El monumento recordaba el marco de un portón gigante, y estaba pintado con rombos y colores amarillo y verde. En el suelo de la inexistente puerta, tres escalones unían los dos muros verticales. Sobre ellos se hallaban dispuestas más de un centenar de fotografías en blanco y negro, con los rostros de mujeres y hombres sonrientes, serios, o desprevenidos. Se trataba de excombatientes de FARC asesinados tras la firma del Acuerdo.

Arriba de las fotografías, colgadas de finas cuerdas atadas a los muros, se exhibían especie de postales, con la silueta negra de un hombre o mujer, en cuya base figuraba su nombre. Eran muchas, quizás las de los 346 firmantes de paz que han sido victimizados desde 2016. Los músicos, vestidos con traje elegante, luciendo corbatines color naranja y cantando con voz sentida, imprimían al atardecer una nota de tristeza que arrugaba el alma.

Reparé uno a uno los rostros de las fotografías. Las FARC fueron una fuerza muy grande, con muchos frentes, columnas y compañías. Una vez producido el desarme y la reincorporación, sus miles de integrantes se dispersaron por toda la geografía nacional. Unos pocos de ellos aún se encuentran en los antiguos Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación, el resto buscó un mejor destino en otros lugares.

Al lado de sus familias o en donde vieron posibilidades de trabajar y progresar. La paz era un hermoso sueño que valía la pena vivir. Atrás quedaban los combates, el fuego, las bombas, los ametrallamientos, la vida nómada entre la selva y las montañas. También una inolvidable experiencia colectiva. El Estado prometía recibirlos con los brazos abiertos, sin rencor, abriéndoles oportunidades, garantizándoles que nada iba a sucederles.

El acto simbólico que se cumplía al occidente de Bogotá, hacía parte de la llamada semana por la paz. La Alta Consejería para las Víctimas, la Paz y la Reconciliación de la capital, junto con la alcaldía menor de la localidad de Kennedy, y algunos miembros del partido COMUNES que habitan en el sector, se habían encargado de preparar el humilde homenaje a aquellos hombres y mujeres, a quienes la implacable violencia se encargó de frustrar el mañana.

Entre las fotografías reconocí a Astrid Conde, a quien conocí en los tiempos del Caguán con el nombre de Nancy. La vi varias veces en las instalaciones de la ARN, antes de que la asesinaran en las cercanías del conjunto en que vivía en El Tintal. Su mirada parecía preguntarme por qué ella. Igual que Pedro Leal, un antiguo mando del 40 frente, en la región de la Uribe. Rodolfo Fierro, muy cercano a Manuel Marulanda, sonreía bajo su sombrero blanco.

Y a un lado de él estaba Misael Décimo, ultimado en Arauca. Más arriba reconocí a Dimar Torres, el miliciano que asesinó el Ejército en el Catatumbo. Y en la hilera superior a Wilson Saavedra, baleado en Tuluá, Valle. Extrañé la fotografía de Albeiro Porremundo, a quienes disidentes fusilaron a orillas del río Guayabero. Cada uno tenía propósitos nobles. Las cuerdas de los instrumentos y las voces de los artistas casi movían a llorar.

Unas velas encendidas, protegidas por bolsas de papel para que el viento capitalino no las apagara, reposaban sobre el suelo, tornándose de un rojo amarillento a medida que caía la noche. Algunos excombatientes presentes cuidaban de mantenerlas encendidas. Así es Colombia, mucha gente sueña, mientras otra planea matarla. En medio de la tragedia siempre hay quien cante, y también quien cuide de que, pese a todo, no se extinga el fuego de la esperanza.

Por esos muertos, nuestros muertos

 



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