Febrero 11 de 2021
Señor Rodrigo Londoño Presidente del Partido Comunes
E. S. D.
Apreciado señor Londoño:
Al responder su última carta debo confesarle que me conmovió. Comparto su angustia y su dolor por la muerte a todas luces condenable e inaceptable de sus antiguos compañeros de lucha que dejaron las armas de buena fe. También comparto el dolor de todas las víctimas del conflicto armado, el dolor de las familias de nuestros soldados y policías y, en esta coyuntura reciente, el de las víctimas de los secuestros que están reviviendo sus dramas con los relatos y las acusaciones de la JEP. Sobre esto último, espero que ustedes reconozcan su autoría y responsabilidad para contribuir a sanar las heridas, y que la JEP siga haciendo su trabajo con los máximos responsables de crímenes atroces de todas las partes involucradas en el conflicto. Es un proceso de justicia transicional sin precedentes que el mundo aplaude, apoya y admira.
Entre las múltiples fallas, vacíos e incumplimientos en la implementación de los acuerdos de paz lo más preocupante, sin duda, son los asesinatos de los exguerrilleros de las Farc y de los líderes sociales. Y no es culpa de los acuerdos, como algunos han querido insinuar, sino de su falta de implementación, que está a cargo de los gobiernos de turno. Éramos totalmente conscientes de que el fin de la guerra con las FARC no eliminaría otras fuentes de violencia y, por eso mismo, se incluyó específicamente el punto 3.4 sobre garantías de seguridad. El cumplimiento de este punto (o los 13 sub-puntos que ahí se especifican) resolvería el problema, pero para eso se requiere liderazgo, capacidad de coordinación y voluntad política.
El Gobierno es el responsable del orden público y de la seguridad de todos los colombianos, entre los cuales los exguerrilleros que lealmente están cumpliendo con los acuerdos deben estar en primera línea, por su vulnerabilidad, junto a los líderes sociales, muchos de los cuales están matando por promover la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos o la devolución de tierras a los campesinos desplazados, o por oponerse a la deforestación o a la minería ilegal. El presidente Duque y su gobierno deben escuchar las múltiples voces que reclaman una acción más decidida y eficaz para protegerlos.
El último informe sobre este asunto publicado esta semana, tan dramático como demoledor, fue el de Human Rights Watch, que se suma a otros reclamos de importantes voces como las de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, las del propio Consejo de Seguridad, las del Parlamento Británico, las del Parlamento Europeo, las de los congresistas demócratas desde Washington, las de Amnistía Internacional, entre muchas otras. El nuevo gobierno de Biden ya priorizó la implementación de la paz y los derechos humanos en las relaciones bilaterales. Y es muy diciente que hasta el secretario general de la ONU, António Guterres, le haya dicho directamente al presidente Duque el martes pasado en su programa diario de televisión que “la implementación integral del acuerdo de paz es una herramienta clave para atender la emergencia del Covid-19.” Nadie, nadie entendería que el Gobierno se mantuviera sordo y en estado de negación frente a esta avalancha de críticas y reclamos para que se cumplan los acuerdos de paz, en particular el tema de la seguridad, porque se corre el peligro de que Colombia se escurra de nuevo a la nefasta lista de países parias, con todo lo que esto implica, después de haber logrado salir de ese fangoso pantano con tanto esfuerzo y dificultad. Lo mismo pasa en el frente económico: si no se hacen las reformas necesarias, perderemos el grado de inversión, con los inmensos costos que eso significa. Los prestigios de las personas y de los países se construyen en mucho tiempo y con mucho esfuerzo, pero se deshacen muy rápido y con enorme facilidad.
Mi compromiso con la paz es cada día mayor porque cada día aprendo más y cada día me reafirmo en que la paz entre los colombianos, entre las naciones del mundo y con la naturaleza es lo único que nos permitirá dejarles un mejor futuro a las próximas generaciones. Lo que le dije a usted en Cuba la primera vez que nos dimos la mano, que mi compromiso con lo que firmamos sería sagrado y hasta el último día de mi existencia, permanece más vigente que nunca. Y, a pesar de tantos contratiempos y dificultades, sigo convencido de que la paz entre nosotros es irreversible.
Mis relaciones con el presidente Duque no son las mejores. Se ha dedicado a gobernar con un espejo retrovisor, pero un espejo de esos que distorsionan la imagen, de los que hacen ver a los flacos gordos y a los gordos flacos, y ha optado, extrañamente, por no mencionar mi nombre. En una especie de castigo orwelliano, o como una condena al estilo de los antiguos dioses de la mitología griega, para el presidente de la república este humilde servidor simple y llanamente no existe. ¡Qué curioso… y hasta chistoso! Por mi lado, he procurado quedarme callado sobre lo que hace o no hace este gobierno porque no creo que al país le convenga que los expresidentes se dediquen a darles palo a sus sucesores. Y lo digo porque lo sufrí en carne propia y no le hizo ningún bien al país. Es más, en el empalme me puse a su disposición. Más tarde ofrecí mi modesto concurso para enfrentar la catástrofe de la pandemia, hice ofertas concretas para ayudar a Providencia, y por varias vías y en varios momentos propuse al presidente que uniera a los colombianos alrededor de la implementación de la paz, con lo que por demás está obligado legal y moralmente, y que yo sería el primero en poner mi granito de arena si se requiriera. Nunca hubo el más mínimo eco.
Le cuento lo anterior porque usted me pide en su carta que nos reunamos con el presidente Duque. Sería lo ideal, pero no me hago muchas ilusiones. Espero estar equivocado. Siempre he creído que cuando las circunstancias y la patria lo demanden todos debemos dejar a un lado nuestras diferencias, prejuicios, posiciones partidistas y demás sentimientos que alimentan la polarización, para trabajar juntos por objetivos superiores. Es lo responsable. La paz es sin duda uno de esos objetivos. Así lo he repetido en sendas ocasiones. No tengo entonces problema alguno en tener esa reunión con el presidente. Lo haré con gusto.
Basta una señal del Palacio de Nariño para proceder a solicitar la reunión formalmente por los conductos regulares. Se me ocurre que podríamos ir acompañados de dos de nuestros negociadores. Por mi lado, serían Humberto de la Calle, el jefe de las negociaciones, y el general Óscar Naranjo, quien se encargó de negociar, junto con otros miembros de nuestras Fuerzas Armadas, el punto 3.4, y quien más conoce el tema de las garantías de seguridad establecidas en el acuerdo. Usted escogería los suyos. El presidente, como anfitrión, estaría con quién él determine, por supuesto. Podríamos discutir la implementación de los acuerdos en general y el tema de la seguridad en particular. Se podría invitar a la ONU y a los garantes. Cualquier avance sería una bendición para la paz y para el país.
Finalmente me refiero a lo que usted le dijo a la JEP al reconocer el asesinato de Álvaro Gómez: que tenían preparado un atentado en mi contra y que no lo ejecutaron por razones “éticas”. No fue el único y no hubiera sido “antiético”. Yo mismo impuse las reglas de juego, que ustedes aceptaron: negociamos en medio de la guerra como si no hubiera guerra, y seguimos en la guerra como si no hubiese negociación. La denominé la doctrina Rabin, porque así fue como negoció este gran primer ministro israelí la paz con Arafat, que por cierto le costó la vida. Reconozco que ustedes siempre pidieron un cese al fuego y yo me negué con el argumento de que al perro no lo capan dos veces. Les advertí que habría cese al fuego solo cuando llegáramos a acuerdos concretos. Y recuerdo que específicamente les dije que matarme a mí sería parte de las reglas de juego, y –por supuesto– viceversa. Por eso no hubiera sido “antiético”, pero agradezco el gesto. Yo no fui tan magnánimo y por eso autoricé las operaciones contra todos los miembros de las FARC considerados objetivos de alto valor, incluyendo la de Alfonso Cano. Más de treinta de sus comandantes fueron capturados o dados de baja. Contra usted nunca tuvimos la inteligencia suficiente, pero lo habría autorizado. Eran las reglas de la guerra, esa abominable guerra que en buena hora terminamos. Hubo un operativo contra un miembro del secretariado que no autoricé. Algún día contaré de quién se trata y por qué.
Pero mire cómo es la vida. Después de intentar matarnos durante tanto tiempo, ahora estamos juntos luchando por la paz. A veces parece más difícil, ¿no? Así como los combatí sin tregua ni cuartel, ahora defenderé sus vidas y los acuerdos a capa y espada. Porque no solo es la palabra empeñada del Estado colombiano, que todos estamos obligados a cumplir, sino porque es lo correcto. Termino con las palabras que pronuncié en el Teatro Colón: demostrémosle a este mundo tan polarizado que Colombia puede actuar responsablemente y poner el país por encima de los intereses políticos; porque, como decía Bertolt Brecht, “cada vida es sagrada y toda guerra es una derrota”.
Cordialmente,
Juan Manuel Santos