Ella sí derrotó a los nazis y no los cuentos de ficción made in Hollywood

Manu Pineda

Roza Shanina: La francotiradora roja y el suspiro de la Revolución

«La muerte silenciosa de un suspiro»

En las vastas estepas de Prusia Oriental, bajo el cielo plomizo de enero de 1945, una joven de veinte años y mirada de acero apretó el gatillo por última vez. Roza Ivanovna Shanina, francotiradora del Ejército Rojo y militante comunista, no fue solo un arma letal contra el fascismo, sino la encarnación de un ideal. Su vida, su lucha y su muerte constituyeron un acto de fe en la Unión Soviética, en el socialismo y en la victoria final de la clase obrera.

Infancia en la tierra roja: la forja de una revolucionaria.

Nacida en 1924 en Gorodets, una aldea campesina al norte de Rusia, Roza creció entre el aroma del pan recién horneado y las lecturas de El Manifiesto Comunista. Su familia, humilde y arraigada en la tierra, vivió de primera mano el impulso transformador de la Revolución de Octubre, que les devolvió la esperanza en un futuro libre de zarismos y opresión. Desde niña, Roza devoraba tanto a Tolstói como a Lenin, encontrando en éste último no solo teoría, sino un manual de acción práctica.

A los catorce años ya destacaba en el Komsomol —la juventud comunista—, donde su disciplina férrea y su compromiso con la colectividad la convirtieron en una líder natural. Corría, saltaba y estudiaba no para brillar, sino para servir a la causa. Cuando, en junio de 1941, la Wehrmacht invadió la Unión Soviética, Roza no dudó: alistarse no era una opción, sino un deber de clase. Para ella, aquella invasión no era solo un ataque territorial, sino un atentado contra el proyecto socialista que había liberado a su pueblo de viejas cadenas feudales.

El fusil y la hoz: la francotiradora como símbolo soviético.

Tras ingresar en la Escuela Militar de Smolensk, Roza se convirtió en una de las primeras mujeres aceptadas en el programa de francotiradores, un honor reservado a los más leales al Partido. Su formación fue tanto técnica como ideológica: cada disparo debía asestar un golpe al corazón del capitalismo fascista. Con su Mosin-Nagant —obra maestra de la industria obrera soviética— aprendió no solo a calcular vientos y distancias con precisión de ingeniera, sino también a ver más allá de la mira: cada soldado abatido era un paso hacia la liberación de los pueblos oprimidos de Europa.

En el frente de Leningrado, sitiado y heroico, Roza acumuló 59 bajas confirmadas. Sus víctimas no eran combatientes anónimos, sino oficiales de la maquinaria hitleriana. En su cuaderno, junto a las coordenadas de cada disparo, solía escribir consignas como «Por Stalingrado» o «Por los niños de Minsk». No actuaba por venganza, sino por justicia histórica: cada bala rendía homenaje a sus camaradas caídos y reafirmaba su fe en la URSS.

Cartas desde el frente: la conciencia de una comunista

En sus misivas a casa, Roza no hablaba de gloria, sino de conciencia revolucionaria:

«Cada día que sobrevivo es un día más para la Victoria. No temo a la muerte; temo no ver el amanecer socialista por el que tanto hemos luchado.»

Portaba siempre dos retratos: el de su hermano menor, asesinado en un bombardeo nazi, y el de su madre, enferma pero orgullosa. También guardaba consigo una pequeña insignia del Partido Comunista, que besaba antes de cada misión. Para Roza, la familia y la Patria Socialista eran una misma entidad: células de un cuerpo colectivo que el fascismo pretendía destruir.

La muerte roja: caer por la URSS

El 28 de enero de 1945, en plena ofensiva soviética en Prusia Oriental, una granada nazi segó su vida. Según sus compañeras, sus últimas palabras fueron: «¡Adelante, por la Madre Patria!». Su muerte no fue fortuita, sino un sacrificio consciente: días antes había escrito a un amigo: «Si caigo, que mi sangre riegue el camino hacia el comunismo.»

El Ejército Rojo la enterró con honores militares, pero su verdadero monumento fue la bandera soviética ondeando sobre Berlín meses más tarde. El propio Stalin la mencionó en un discurso como «ejemplo de la mujer nueva, libre y combatiente que el socialismo ha creado».

Legado: flores rojas en el campo socialista

Hoy, en Gorodets, un busto de Roza Shanina mira al horizonte. No es solo la efigie de una soldado, sino la de una mártir laica de la Revolución. Las flores que le depositan no son blancas, sino rojas: claveles que simbolizan la sangre derramada por la utopía.

En sus diarios, Roza soñaba con plantar jardines donde antes hubo trincheras. Ese sueño no era ingenuo, sino el núcleo mismo del proyecto soviético, que veía en la guerra antifascista el preludio de un mundo sin explotación. Su historia nos interpela: ¿qué pesa más, las balas que destruyen o las ideas que construyen?

Roza Shanina eligió ambas, porque sabía que, a veces, es necesario disparar para que algún día nadie tenga que hacerlo.

«Los héroes no mueren: se multiplican en cada camarada que sigue su ejemplo.»

— Consigna popular soviética, 1945

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Recordamos su memoria y juramos: #FascismoNuncaMas!

#GraciasAlEjércitoRojo #HonorYGloriaALaURSS 🛠️🌹

Tomado de: https://www.facebook.com/pinedamanu/posts/1088814736391229/